El joven ghanés ha publicado ‘Viaje al país de los blancos’ donde relata su periplo por África hasta llegar a Europa, también dirige una ONG que trata de alfabetizar a los niños de Ghana, a través de las nuevas tecnologías
La odisea de Ousman hasta llegar en patera a Fuerteventura termina en libro
El joven ghanés ha publicado ‘Viaje al país de los blancos’ donde relata su periplo por África hasta llegar a Europa, también dirige una ONG que trata de alfabetizar a los niños de Ghana, a través de las nuevas tecnologías
Mientras jugaba en la plaza con unos juguetes, Ousman Umar vio un artefacto cruzar el cielo. Nunca había visto algo semejante. Preguntó a los ancianos de su aldea en Ghana y le dijeron que era un avión, que “construyen y pilotan los blancos”. También le contaron que los blancos vivían muy lejos y que eran dioses. Entonces quiso ser blanco. Más tarde, se marchó al país de los blancos para poder entender por qué eran tan inteligentes. En diciembre de 2004, llegó en patera a Fuerteventura. Tenía 17 años. En 2019, el grupo editorial Penguin Random House publicó su historia: Viaje al país de los blancos, un libro que suma ya seis ediciones en castellano.
“Cuando nací, estaba predestinado automáticamente a la muerte porque mi madre murió en el parto y yo era el culpable”, cuenta Ousman a Diario de Fuerteventura desde Barcelona. En su tribu, los walas, las madres que mueren durante el parto son debido a que el recién nacido posee un espíritu demasiado fuerte. El pequeño se convierte, en ese momento, en el culpable del fallecimiento y se le deja morir porque lleva dentro una maldición. Ousman tuvo la suerte de que su padre era el chamán del pueblo, Brong-Ahafo, en el distrito de Techiman, y pudo salvarse.
De pequeño, nunca tuvo zapatos. Algunas veces conseguía calzarse con unas chanclas, pero no tardaba en romperlas. Desconocía cómo se caminaba con calzado. Tampoco lo sabían el resto de los niños de la aldea.
Sin embargo, afloran buenos recuerdos de su infancia. “Si se compara mi niñez con la de un niño de un país occidental se podría pensar que mi infancia fue una tortura, pero la verdad es que nunca lo sentí porque no me faltaba nada. Tenía lo más importante que era el cariño y la estimación de mi familia, mis amigos y la gente con la que vivía”, cuenta.
La curiosidad fue el motor que le empujó con nueve años a marcharse de su aldea para aprender chapistería en la ciudad más cercana, Techimán. Luego se fue a la segunda capital del país, Kumasi. Con 13 años, decidió ir al país de los blancos para “poder entender por qué eran tan inteligentes. Para nosotros ser blancos era ser científicos, ser superiores. La curiosidad acabó empujándome a marcharme”, reconoce.
Su intención era llegar a Libia, encontrar trabajo y reunir el dinero suficiente para viajar al país de los blancos. Sus anhelos eran los mismos que la de miles de jóvenes africanos que siguen llegando a Europa en busca de un futuro. El primer paso fue llegar a la ciudad de Agadez, en mitad del desierto de Níger, donde comienza lo que los inmigrantes conocen como “el camino del infierno”.
El viaje hacia Libia podía durar hasta dos semanas. Un hombre árabe, con el nombre de Dios siempre en la boca, le habló de la posibilidad de cruzar el desierto en Land Rover, en solo tres días. Ousman le creyó, aceptó la propuesta y pagó la cantidad acordada.
Después de días comiendo pan y agua junto al resto de tripulantes, Ousman y su amigo Musa, al que había conocido en la ciudad de Kumasi, pudieron subirse en uno de los Land Rover. El convoy lo formaban tres coches en los que se repartían 46 personas.
Tras cinco o seis horas, la expedición se detuvo en medio del desierto. Los conductores se disculparon diciendo que faltaba gasolina, que iban a buscarla y en unas horas regresarían. Los coches terminaron desapareciendo entre las dunas. Jamás volvieron. Al final, Ousman y el resto del grupo decidió seguir a pie la ruta.
Veinte años después de aquel viaje por el desierto, Ousman Umar insiste en que “el infierno, como tal, no está en el cielo sino aquí en la tierra y depende de donde cada uno de nosotros nos encontramos”. Él lo halló en las arenas del desierto del Sáhara.
Tras tres semanas caminado por “el desierto más profundo del mundo”, sólo consiguieron llegar a Libia seis de los 46 que comenzaron el viaje. El resto murió durante el camino. Ousman, el más pequeño del grupo, tuvo que beber su propia orina para calmar la sed. Por el camino, iba encontrando cadáveres de inmigrantes que, como los de su grupo, habían sido abandonados en el desierto por las mafias.
En 2001 llegó a Libia. Eran los tiempos del régimen de Muamar el Gadafi. El ghanés cuenta que “ser negro inmigrante vivo en ese país era prácticamente un delito. No hacía falta robar o agredir a nadie para que te mandaran a la cárcel. Simplemente el hecho de estar vivo en aquel lugar era un delito”. En Bengasi, se reencontró con su amigo Musa. Allí, vivió casi cuatro años hasta que pudo reunir 1.800 dólares para salir de Libia en manos, de nuevo, de las mafias.
Pateras ataúdes
Consiguió llegar a Túnez y después a Argelia, donde junto a otros inmigrantes fue detenido por una patrulla de control policial. Pasó un tiempo de cárcel en cárcel. De vez en cuando, le caían golpes hasta que pudo salir y viajar a Marruecos. Más tarde, llegó a Mauritania. “La mafia no nos dio la patera sino la madera para que la fabricáramos nosotros mismos y pudiéramos cruzar el mar, pero aquello no eran pateras sino ataúdes”, explica. Por las noches, dormían en el suelo con el cielo del desierto como techo.
Al final, Ousman y su amigo Musa consiguieron subirse a las dos pateras que esa noche iban a salir rumbo a Europa. A él y a su amigo los repartieron en embarcaciones distintas. La de Ousman se adentró en el mar sin problemas, pero la de Musa terminó naufragando a unos 15 kilómetros de la costa africana. Todos los pasajeros murieron. El patrón de la de Ousman les preguntó si querían ir a morir o volver. Todos dijeron que volver.
“Después de tres semanas compartiendo el pis con Musa para poder sobrevivir en el desierto y cuatro años en Libia, su muerte supuso una profunda pérdida. Era como un padre, un hermano. Fue uno de los momentos más duros y negros del viaje”, comenta. “Al final, tuvimos la fortaleza de pensar que el fracaso no era una opción, sino una oportunidad”, apostilla.
Unas semanas más tarde, Ousman se volvió a subir a la patera. No sabía nadar. Cuenta que aprender sigue siendo su asignatura pendiente. Ousman recuerda la oscuridad, el sonido de las olas del mar y el miedo a morir ahogado. “Pasamos sed y miedo. Íbamos sentados en un bote sabiendo perfectamente que, en cualquier momento, podía estar en el fondo del mar sin saber nadar y con la agonía de pensar que se podía chocar contra una roca”, rememora.
A pocos kilómetros de la costa, vio la luz de una bombilla. Era de noche y llovía. La luz procedía de Fuerteventura. Había llegado a Europa, sin apenas gasolina en la patera y 48 horas después de iniciar el viaje. La embarcación terminó chocando en las rocas, pero pudo ponerse de pie y tocar el fondo. Nunca supo qué pasó con los dos bebés que iban en la embarcación. Jamás los volvió a ver. Tampoco sus cadáveres.
Llegó sin zapatos. Los había perdido en el primer intento de llegar a Europa en patera. En la costa lo esperaban la Policía, Cruz Roja y las cámaras de los periodistas. Él era el más pequeño de la tripulación; lo apartaron y lo llevaron a una ambulancia. Los voluntarios de Cruz Roja le dieron unas mantas para que se abrigara. “Fue el primer guiño de cariño que recibí. Aún no tengo palabras para agradecerlo”, comenta.
CIE El Matorral
Luego llegó el Centro de Internamiento de El Matorral. Ousman lo recuerda como “un lugar agresivo”. Allí había policías, “de metro ochenta y metro noventa, armados. Si me preguntas que cómo era el CIE cuando llegué te digo que era un hotel de cinco estrellas, teniendo en cuenta que venía de dormir en la arena casi tres meses y sin agua para beber. Ahora me preguntas qué es un CIE y te digo que es una cárcel, después de ver cómo nos trataban”.
Tras 33 días en el CIE de El Matorral, lo enviaron a Málaga. No sabía lo que era ni dónde estaba. Le habían reconocido el derecho a seguir en España por su edad después de que unas radiografías en sus muñecas dictaminaran que tenía 17 años. Ousman asegura que “antes de eso no tenía ni idea de la edad que tenía, sólo sabía que había nacido un martes”.
Lo sacaron del CIE a él y a quince más esposados, unos policías muy armados, con grandes escopetas. “Parecíamos criminales muy peligrosos o terroristas islámicos”, recuerda Ousman en uno de los capítulos de su libro. En Málaga le preguntaron dónde quería vivir, dijo que en "Barça" por el equipo de fútbol.
El 24 de febrero de 2005 llegó a Barcelona. Comenzó, entonces, otro infierno para el joven. Tuvo que dormir en la calle, deambular por los comedores sociales y vencer el miedo a las escaleras mecánicas. Un día, desesperado y cansado de toparse con puertas cerradas, paró a una mujer y le empezó a hablar en inglés. Se llamaba Montse. Ella llamó a su marido Armando. Ese día cambió la vida de Ousman.
“Montse y Armando aparecieron en mi vida como los ángeles de la guarda. Gracias a ellos volví a nacer y tengo la vida. Me dieron la mano cuando estaba en lo más profundo”. El matrimonio le abrió las puertas de su hogar después de meses durmiendo en la calle, se convirtieron en sus tutores, le dieron cariño, y unos hermanos.
Ousman empezó a estudiar. Consiguió el graduado escolar, el bachillerato y llegar a la universidad. Se matriculó en la carrera de Química, porque quería saber si la magia negra era real. Al final, tuvo que dejar los estudios durante el segundo año de carrera. No se lo podía pagar y las clases teóricas y las prácticas eran incompatibles con el trabajo.
Más tarde, se licenció en Relaciones Públicas y Marketing. En 2019, se atrevió a publicar su historia. Su intención era “ser la voz de las personas que perdieron su vida en el camino y la de los que la siguen perdiendo cada día en el recorrido”.
En 2012, creó la ONG NASCO Feeding mind (alimentando mentes). El joven africano cree que no ha habido un interés general en “solventar la pobreza” en África. Insiste en que hay que dejar de pensar, “ya que la gente se muere de hambre. Donde yo nací es una zona muy fértil. Cae una semilla y nace una planta”, por lo que no entiende el motivo por el que “hay que enviar toneladas de arroz a mi país. Es absurdo, una trampa, eso es insostenible. Si realmente queremos ayudar a esos países lo que hay que hacer es alimentar sus mentes para que ellos puedan hacer sus cosas”.
Cuenta que cuando llegó a España, su hermano quiso vender las cabras para seguir sus pasos y marcharse a Libia. “Le convencí de que lo que tenía que hacer era sentar su mente. Lo ayudé para que pudiera estudiar y, actualmente, es el candidato más joven para acceder al Parlamento de Ghana. Lo ha conseguido alimentando su mente”, dice orgulloso.
NASCO feeding mind tiene como objetivo la alfabetización de los niños y niñas de Ghana. Para ello, ha creado una red de aulas de informática en escuelas rurales del país. Tiene ocho aulas establecidas a las que tienen acceso más de 23 escuelas. Además, han proporcionado más de 11.000 formaciones a estudiantes de entre 8 y 18 años desde 2012. También han puesto en marcha una cooperativa de miel que ayuda a 24 mujeres a garantizar unos ingresos para la educación de sus hijos. Los interesados pueden hacerse socios en https://nascoict.org/hazte-socio/.
Ousman cree que la forma más fácil de parar el tráfico ilegal de las personas y evitar que sigan muriendo en el mar a manos de las mafias es “alimentar la mente y que esas personas puedan cambiar su futuro desde sus casas” y la solución está en “confiar en las iniciativas sociales que salen para poder dar formación, información y oportunidades”.
El ghanés termina su conversación insistiendo en que los gobiernos de Europa destinan millones a proteger las fronteras, mientras en África “nos utilizan para poder seguir cobrando este dinero. Si dejamos de venir, España ya no dará dinero a Marruecos para frenar la inmigración. Por tanto, es un negocio enorme que se genera con las mafias y la única manera de solucionarlo es ir al origen y darles educación para que esas personas conozcan sus derechos y la realidad que existe”.
Para Ousman volver a Fuerteventura sería una “auténtica oportunidad. Fue donde toqué tierra después de 48 horas de miedo. Fue una muerte de la que fui capaz de escapar”, aunque sabe que si regresa a la Isla vivirá momentos difíciles y de emoción.
“Sería como cuando volví a Ghana por primera vez en 2012. Fue un regalo”, cuenta. Cuando llegó a casa su madre, en realidad es su tía, aunque la llama madre, no lo reconoció. Luego se dio cuenta de quien era y se pusieron a llorar, “fue muy emocionante. Estoy convencido que volver a Fuerteventura sería algo parecido”, concluye.
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