Myriam Ybot

Vivir en el aula

Casi desde el principio del confinamiento, invadió los espacios hogareños una atmósfera diferente, compañera ineludible de las nuevas obligaciones del día a día y de un renovado calendario (ante Corona, post Corona). Las fechas trasladaron al interior de mi casa la evolución de la luz correspondiente al cambio de estación y al brinco relojero, artificioso y pactado; y a los aromas de pucheros, lejías y jabón de baño se sumó el intenso tufo químico de la pintura con la que (aún) seguimos albeando paredes.

También están los sonidos. El primero y más original, el que no pasa inadvertido por su contundencia empeñosa y desafiante es el del silencio. El ruido del silencio no es blanco ni quieto; es una algarabía arrugada en la que se funden algún arrastrar de pasos quedos calle abajo, el taponazo del contenedor de basura al cerrarse, el chirrido a voz en cuello de una multitud de seres alados que nadie sabe de dónde salieron y el canturreo permanente de quien todavía ocupa su habitación infantil, a pocas jornadas de iniciar el viaje a la vida adulta, octubre post Corona, virus mediante.

Durante la mañana, además, han pasado a protagonizar el cartel de nuestra melodía cotidiana las voces del coro docente, solistas de primer orden cuyo relato me resulta en ocasiones tan ininteligible como una ópera de Wagner. No entiendo la letra, no sé qué es el vector director de la recta ni la ecuación de un plano, pero disfruto con la música.

Reconozco el acento de la pasión intacta, de la fascinación por la enseñanza incluso en este tiempo tan raro, dividido en fases y no en evaluaciones o trimestres. Los profes y las profes tienen un tonillo inalterable que viene de fábrica con la vocación y que se queda a vivir en la memoria de quienes nos ponemos a tiro en algún momento de nuestras vidas.

El sonido del aula del pasado siglo y este, matizado por el filtro electrónico, son idénticos y sostenidos ambos por un armazón de preguntas adolescentes trenzadas con respuestas contundentes y sin fisuras y con algún cuchicheo que antes se producía entre pupitres y ahora entre pantallas. El recuerdo salta como un resorte, acompañado del olor a tiza, de la picazón en los brazos de la chaqueta de lana y de los calcetines siempre comidos.

Entre la maraña del idioma de la matemática o la física descifro un reconocible "no se me duerman, gente" o "atiendan, que esto sale en la EBAU"; advierto la preocupación por la deriva del curso o una insistente autocorrección para normalizar en los oídos juveniles el lenguaje inclusivo. A la tercera vez que escucho la misma voz masculina rectificando el chicos... ¡y chicas! Alumnos... ¡y alumnas!, me entran unas ganas irrefrenables de dejar de pelar papas y entrar al cuarto con una pancarta violeta y un mensaje agradecido.

No pongo la radio ni rebusco listas en las plataformas musicales. Ando de puntillas por la casa mientras marujeo con parsimonia. Solo en contadas ocasiones entran en competición el retumbar inclemente de la batidora y la lección en línea. Y siempre gana ella. Basta que asome el rostro alterado de mi hijo por una rendija de la puerta para que rinda las armas de la gastronomía y recuerde que vivo en el instituto y estoy en horario lectivo.

 

* Periodista

 

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